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Lakin anda suelto: El regreso del peregrino

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enero 2009


Lakin anda suelto

Por D. Malcolm Lakin

Lakin anda suelto: El regreso del peregrino

El Regreso del Peregrino, aunque tenga resonancias de nombre de posada del Camino de Santiago, hace referencia a un servidor de ustedes, quien después de unos meses de ejercer de jubilado al sol, ha sido reclamado por la redacción de Europa Star para venir a ocupar temporalmente el puesto que ha dejado vacante por maternidad nuestra rubia favorita, Sophie Furley. Pero antes de que me sumerja en los intríngulis de la industria relojera me voy a permitir divagar, una vez más, sobre mis penurias de jubilado. La historia es esta: como “detalle” por mi jubilación, Europa Star me obsequió con un viajecito, del que justo acabo de volver: un largo fin de semana en el Manoir de Beaulieu, tout compris: viaje, degustaciones gastronómicas y entretenimientos. Este Manoir está en Beaulieu-sur-Dordogne, un pueblecito de difícil ubicación en un mapa de Francia, a cuatro dedos al oeste de Ginebra y a uno al este de Burdeos. El vuelo de Ginebra a Burdeos es un paseíto de tres cuartos de hora que tiene la peculiaridad de despegar a unas horas en que la gente decente está en su cama descansando y las vacas rumian en la oscuridad de sus establos. Beaulieu-sur-Dordogne se encuentra al final de una ruta pintoresca (eufemismo de bacheada, enlodada y truculenta) de tres horitas en coche, si el GPS ha hecho bien su labor, y hemos podido esquivar las vacas suicidas y los TIR que nos salían al paso. Finalmente llegamos al Manoir que está a un tiro de piedra del río Dordogne. A modo de compensación por habernos hecho hacer el desplazamiento hasta la campiña francesa, los poderes fácticos de Europa Star nos habían asegurado que en este idílico paraje se gozaba de una climatología envidiable, se comía de maravilla, se podían catar vinos exquisitos y la gente que encontraríamos nos regalaría su mejor sonrisa. La primera sonrisa nos la dedicaron mientras visitábamos una granja lechera donde las vacas estaban siendo ordeñadas mecánicamente. Sonrió especialmente Daisy, la de mayor tamaño mientras defecaba sobre nosotros desde su tarima elevada. No se porqué, en ese momento añoré los tranvías de Ginebra. Al día siguiente hicimos una visita a un conocido fabricante de quesos de cabra y, en un momento dado, nos hallamos conviviendo con varios centenares de cabras que balaban alegremente en un gran establo con el suelo cubierto de paja. Simultáneamente, un millón de moscas (o dos millones, no se) zumbaban enloquecidas a nuestro alrededor, causándome grandes sufrimientos al realizar picados sucesivos contra mi barba en busca de restos del desayuno. Siendo desconocedor de los habituales procedimientos pastoriles, me causó sorpresa observar que las cabritas jóvenes y los machos adultos estuvieran en compartimentos separados en el establo. Pero luego pensé que, con las luces apagadas, los cabritos podían cabrear a los cabrones y las cabritas encabritarlos y, bueno, ya se sabe como son las cabras, van por faena. Nos fuimos de la granja atufando a lo que sea que atufan las cabras y prometí que seguiría prohibiéndome el queso de cabra. Tras un delicioso almuerzo dentro del coche debido al tiempo inusualmente nublado, se nos apareció una vinatería y, a pesar de que el sol se suponía que debía aún estar alto en el firmamento, sucumbimos a la tentación de saborear un delicioso vino dulce local, el vin paillé. El caso es que no me acuerdo del trayecto de vuelta al Manoir; y el que conducía tampoco! El momento culminante de la excursión era un vuelo (¿una flotación?) en globo. Los folletos publicitarios sugieren que uno debería dar la vida por pasar por esta experiencia y los fanáticos religiosos sostienen que te sientes más cerca de Dios, pero siendo un ateo vitalista recalcitrante, me preocupaba más mi predisposición a los vértigos y mi escepticismo innato por las cosas que flotan (en el aire o en el agua) que la mística del más allá. Llegamos adonde el globo a primera hora de la mañana, cargados de aprensión y de pañales extragrandes y conseguimos escaquearnos de las tareas de preparación del globo que duraron tres cuartos de hora. Llegado el momento, nos encaramamos a un gran cesto de mimbre y, mientras juraba y perjuraba (agazapado) que iba a ser bueno de por vida, no advertí el despegue del globo, de modo que cuando me di cuenta y miré ya estábamos a más de cincuenta metros de altura. Se ve que, con las prisas, mi vértigo se había quedado en tierra (¡cobarde!) y así pude disfrutar plenamente del espectáculo visual a mis pies, fotografiando el precioso paisaje de la Dordogne con sus castillos que iban y venían bajo la nave, los pueblecitos que emergían de entre la ligera niebla matinal y el fabuloso espectáculo del río serpenteando entre la verde y fértil campiña. Así que, provisto de un certificado que proclama que ya soy un aeronauta que ha volado (¿flotado?) en un globo aerostático a 550 metros, salgo de mi retiro y me presento al yugo de la oficina donde he de intentar olvidarme de la experiencia mística del globo de aire caliente y situarme en la realidad más prosaica del calefactor de aire recalentado.